Una de las cosas más importantes que conlleva el feminismo, es la necesaria y continua revisión de todo: de nuestro alrededor, de nuestros espacios, de nuestro comportamiento, de nuestras relaciones de confianza. Construir espacios, prácticas y conciencias cada vez más feministas no deja de ser algo nuevo, una lucha que creamos con nuestras manos, a tientas, mientras buscamos soluciones más allá de la intoxicación de nuestros cuerpos y nuestras mentes. Intentamos crear algo positivo de un material colonizado, sesgado y que tenderá a inclinarse a lo que siempre ha conocido – que, por desgracia, no es más que el sistema heteropatriarcal.
Construimos deconstruyéndonos, mediante ensayo y error, creando cosas nuevas. Esto es tremendamente positivo pero también conlleva, precisamente, fallar, replantear, debatir continuamente; esto se vuelve aún más complejo en nuestros espacios mixtos. No hace tanto las mujeres luchábamos por poder tener nuestros propios espacios no mixtos, completamente legitimados y autónomos desde donde poder empoderarnos y llevar la cabeza de la lucha. El llevar nosotras la vanguardia se volvía imprescindible, ya no solo como elemento de aprendizaje o empoderamiento sino como reivindicación legítima, cuánto más en la lucha feminista.
Sin embargo, con el tiempo esto se ha transformado, en muchos casos, en una responsabilización total del trabajo feminista sobre las compañeras. Los hombres, tras ceder el privilegio de encaminar la lucha, simplemente se echan a un lado y acatan lo que decide la comisión de género, o las compañeras más implicadas en feminismo; su actuación es mayoritariamente reactiva. La consecuencia directa de esto está clara: sobrecarga, frustración, invisibilización del trabajo feminista, etc. Mientras que las compañeras se centran en el trabajo de género, ellos, por un motivo lógico de tiempo y disponibilidad, siguen teniendo especial peso en las tareas públicas – comunicación, agitación, etc. Conviene, por lo tanto, replantearnos una vez más cómo estamos haciendo las cosas y cómo deberíamos hacerlas.
El debate sobre el papel del hombre en la lucha feminista es extenso y complejo; probamos fórmulas, buscamos soluciones adecuadas, aunque parece que nos ha costado encontrar términos medios entre el paternalismo y la omisión. Es necesario que los compañeros se formen y sean conscientes de por qué somos feministas y de por qué necesariamente debemos serlo. Llegarán a la conclusión común: si una revolución no es feminista, no es revolución; es más, la revolución feminista será la revolución social y por ello luchamos.
Existe la capacidad de replantearnos y redirigir nuestros comportamientos. Que los hombres no deban llevar la vanguardia en la lucha – especialmente en la feminista –, no significa que no deban implicarse, proponer y formarse por sí mismos, sino simplemente que deben acostumbrarse a escuchar. Se puede participar activamente en una lucha sin apropiarse de ella, manteniendo un papel secundario. El omitir completamente la responsabilidad masculina en el feminismo implica una revictimización hacia las compañeras que, además de sufrir los continuos embates del sistema patriarcal, se ven con la responsabilidad de incluir la perspectiva de género en los ámbitos de militancia, de recordar, corregir y, al fin y al cabo, hacer que sean feministas unos espacios que ya se suponen como tal: siguiendo la línea de la economía feminista, arreglar todo aquello que el capital, el estado o los hombres cuentan con que arreglemos.
Una mayor formación del completo de la militancia llevará necesariamente a una mayor implicación y a una gestión más equilibrada y sana de las reivindicaciones feministas; esto nos permitirá a nosotras, a las compañeras, implicarnos más en otros campos en los que no tenemos tanto protagonismo, aprender y poder llevar la vanguardia en todos los ámbitos de la lucha. Al fin y al cabo, la revolución será feminista o no será.